viernes, 19 de febrero de 2016

Roja, comme il faut

Carlos Alberto Patiño

Roja, dije sin dudar. Me preguntaba el taquero por la salsa. Nada de mayor importancia. Pero al expresar mi elección, algo hizo ping, allá adentro, donde las neuronas fosforean cuando logran una sinapsis. Es que lo de escoger a la roja me es algo automático. El chispazo en aquella cena fast track me hizo recordar la infancia.
Siempre elegí la ficha roja en los juegos de mesa, ya se tratara del parkasé o de la lotería. Incluso en el turista o en la carreterita, el auto rojo era mi preferido. Al extremo de rehusarme a jugar si alguien se adelantaba o pretendía que participara con la ficha o el auto amarillo.
Una vez, en una feria, gané un juego de raquetas con un gallito. Muy, bien. Una era roja y la otra azul. Ah, las que hube de pasar para que mis hermanos escogieran la azul a la hora de jugar en la azotea, o, en un descuido familiar, en la esquina, con esa banda que tan bien nos hizo.
Rojo, pues, es el color de mi destino.
Lo malo es que esa pigmentación suele ser complicada. Por ejemplo en los semáforos que se empeñan en abandonar el ámbar justo cuando uno pasa por el crucero. O, en el futbol. La maldita tarjeta bermeja aparece, siempre injustamente, si uno decide responder con una discreta patada al contrincante que quiere meter un gol. También si, con toda cortesía, se le mandan saludos a la progenitora de un árbitro débil visual (así se dice ahora a los cegatos), de esos que marcan un penalti sin respetar la celebérrima mano de Dios.
En fin, que eso de optar por la Roja, ficha, salsa, tarjeta o..., tiene sus asegunes.
C’est la vie, dicen los clásicos. La vie en rouge, diré, parafraseando a la Golondrina, a doña Edith Piaf.
Vale.

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