Carlos Alberto Patiño
Le decían El Güero, aunque todos en el rumbo sabían
que su nombre era Carmelo. Cada mañana, de lunes a sábado, despertaba
al vecindario con los chiflidos que daba para avisar de su llegada por
la basura. Nada de los campanazos tradicionales. Un largo silbido y el
grito ¡la baaaasura! hacían que en casas y departamentos corrieran
señoras, señores y muchachas para entregar los desperdicios hogareños.
Algunos, los más ocupados o los más flojos, tenían ya apalabrado
al Güero para que, mediante un incremento en la propina, recogiera las
bolsas que se habían depositado la noche previa frente a las puertas.
El acuerdo solía llegar a que debajo de la bolsa estuvieran las
monedas suficientes para asegurar que Carmelo se llevaría los desechos.
El inconveniente era que a veces la basura permanecía acomodada en su
lugar, pero las monedas desaparecían. Eso ocurría con mayor frecuencia
cuando el hombre y sus colegas decidían hacer una incursión a la
pulquería que al final de la calle sobrevivía a los cambios de las
costumbres etílicas urbanas.
Una sábado por la tarde, cuando ya el recorrido tradicional debía
haber concluido, alguien empezó a llamar a las puertas del vecindario.
Eran un par de muchachos de piel blanca y gesto compungido.
Pedían una cooperación para enterrar a su padre, que había sido
atropellado precisamente en la lateral del periférico, a unos pasos de
la salida de la pulquería.
Por los rasgos y el relato, nadie dudó en que los chicos eran los
hijos del Güero. Fueron abundantes los donativos de los vecinos que
estimaban a su recolector de basura.
Con dolor y preocupación, los clientes empezaban a preguntarse quién sustituiría a don Carmelo, tan servicial y de confianza.
El lunes siguiente, cuando los más diligentes se preparaban para
perseguir al camión de la zona y entregarle su basura, resonó el
chiflido del Güero.
Ahí estaba, sano, completo y reclamando su propina.
No, cómo me voy a morir, decía a los curiosos, no, y menos
atropellado, con el tiempo que llevo andando en las calles. Qué par de
chamacos tan mañosos, remataba, para seguir al siguiente edificio a
hacer su cobranza.
Poco tiempo después se le vio salir de la piquera escoltado por
los dos muchachos. Efectivamente, eran sus hijos, ahora enviados por la
avergonzada madre para evitar que Carmelo organizara otra cooperacha
fúnebre.
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