martes, 23 de febrero de 2016

Colecta para un sepelio (El Güero)

Carlos Alberto Patiño

Le decían El Güero, aunque todos en el rumbo sabían que su nombre era Carmelo. Cada mañana, de lunes a sábado, despertaba al vecindario con los chiflidos que daba para avisar de su llegada por la basura. Nada de los campanazos tradicionales. Un largo silbido y el grito ¡la baaaasura! hacían que en casas y departamentos corrieran señoras, señores y muchachas para entregar los desperdicios hogareños.
Algunos, los más ocupados o los más flojos, tenían ya apalabrado al Güero para que, mediante un incremento en la propina, recogiera las bolsas que se habían depositado la noche previa frente a las puertas.
El acuerdo solía llegar a que debajo de la bolsa estuvieran las monedas suficientes para asegurar que Carmelo se llevaría los desechos. El inconveniente era que a veces la basura permanecía acomodada en su lugar, pero las monedas desaparecían. Eso ocurría con mayor frecuencia cuando el hombre y sus colegas decidían hacer una incursión a la pulquería que al final de la calle sobrevivía a los cambios de las costumbres etílicas urbanas.
Una sábado por la tarde, cuando ya el recorrido tradicional debía haber concluido, alguien empezó a llamar a las puertas del vecindario. Eran un par de muchachos de piel blanca y gesto compungido.
Pedían una cooperación para enterrar a su padre, que había sido atropellado precisamente en la lateral del periférico, a unos pasos de la salida de la pulquería.
Por los rasgos y el relato, nadie dudó en que los chicos eran los hijos del Güero. Fueron abundantes los donativos de los vecinos que estimaban a su recolector de basura.
Con dolor y preocupación, los clientes empezaban a preguntarse quién sustituiría a don Carmelo, tan servicial y de confianza.
El lunes siguiente, cuando los más diligentes se preparaban para perseguir al camión de la zona y entregarle su basura, resonó el chiflido del Güero.
Ahí estaba, sano, completo y reclamando su propina.
No, cómo me voy a morir, decía a los curiosos, no, y menos atropellado, con el tiempo que llevo andando en las calles. Qué par de chamacos tan mañosos, remataba, para seguir al siguiente edificio a hacer su cobranza.
Poco tiempo después se le vio salir de la piquera escoltado por los dos muchachos. Efectivamente, eran sus hijos, ahora enviados por la avergonzada madre para evitar que Carmelo organizara otra cooperacha fúnebre.

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