Carlos Alberto Patiño
El agua es cabrona. Esa es la lección básica de los
ingenieros hidráulicos. Cada vez que uno se refiere al tema, los
expertos dan como primera explicación ésa que seguramente fue una de las
primeras advertencias que recibieron cuando estudiantes.
De que el agua es como dicen los especialistas, las muestras son
abundantes en la historia de nuestra ciudad. La más reciente la tuvimos
en Iztapalapa. Y fue más o menos leve, si la comparamos con un caso como
aquel que ocasionó la muerte de un conductor en uno de los puentes del
Periférico.
El agua merece esa calificación por los estragos que causa tanto
por su abundancia como por su escasez. Incluso por su comportamiento
físico, por ejemplo, el llamado “golpe de ariete” que se produce cuando
una gran cantidad de líquido se precipita. La fuerza del impacto es tal
que puede arrasar con casas y vehículos de los más pesados.
Aun en pocas cantidades, su efecto puede ser letal. Recordemos el
tormento chino que consistía en dejar caer una gota de agua sobre la
cabeza de un condenado hasta que el golpeteo permanente le perforaba el
cráneo.
El agua acaba por erosionar la roca más dura y disuelve casi
cualquier sustancia. Si encuentra un orificio, por pequeño que sea,
empezará a filtrarse y a ampliar el hueco hasta terminar con cualquier
barrera. Por eso las cortinas de las presas son vigiladas minuciosa y
constantemente.
El agua es así, y yo lo sabía, pero nunca fui más consciente de
ello como cuando, al pasar frente a una fonda, recibí una buena cantidad
de líquido que una mujer lanzó desde el local, tras hacer la limpieza.
Quedé helado, y ya imaginará el lector el aroma del cubetazo. Entonces
recordé el adjetivo de los ingenieros, pero no fue precisamente para el
agua. Se lo había ganado con creces la oportuna dama.
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